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54. Wu Ming.

En la desconchada pared alguien había escrito SMRT FAˇSIZMU* con pintura roja.
Los habían puesto en fila allí delante.
Las caras no dejaban traslucir nada. Herméticas, ausentes. Como las ventanas del pueblo.
El capitán gritó la orden a la compañía. Los soldados italianos formaron en fila, fusiles al hombro. Casi todos reservistas. El oficial era el más joven, bigote bien cuidado y gorra de tela gris calada sobre la frente.
Los condenados alzaron los ojos para mirar a la cara a sus verdugos. Asegurarse de que eran hombres como ellos. Estaban acostumbrados a la muerte, incluso a la propia, avezados por miles de generaciones pasadas.
Del otro bando, ojos bajos, sensaciones devueltas como reflejos.
Las dos filas permanecieron inmóviles frente a frente, como estatuas perdidas en un prado.
Uno de los condenados se frotó una pierna con el pie, gesto maquinal y grotesco.
El capitán se volvió hacia las casas y ordenó al intérprete que se acercara.
—¡Los vecinos de este pueblo han dado asilo a los rebeldes comunistas! ¡A los mismos que ayer por la noche asesinaron cobardemente a dos soldados italianos!
El intérprete tradujo.
—¡Estabais avisados! ¡Quien preste asilo a los bandidos, quien les ofrezca protección y alojamiento es culpable de colaboracionismo y lo pagará con la vida!
El oficial dejó de nuevo que el intérprete tradujese.
—Hoy diez vecinos de este pueblo serán fusilados. ¡Que sirva de escarmiento a quien quiera ayudar a los bandidos que infestan estas montañas!
Cuando el intérprete hubo terminado, el capitán permaneció quieto, hundidas en el barro las botas de cuero, como si esperara una respuesta del racimo de casas mudas.
Ninguna señal de vida. También el aire estaba quieto.
Gritó:
—¡Compañía! ¡Apunten!
Un movimiento desordenado recorrió la fila de soldados, como si solo algunos hubieran obedecido la orden y los demás hubieran reaccionado en consecuencia. A uno se le cayó el fusil.
—¡Orden, coño, un poco de orden!
En aquel momento tres soldados intercambiaron un gesto cómplice y volvieron las armas. Uno hacia la cabeza del capitán, los otros dos hacia sus compañeros.
—¡Quietos todos! Aquí no dispara nadie.
El capitán palideció:
—Capponi, ¿qué coño estás haciendo? ¡Farina! ¡Piras! ¡Mira que os mando a un consejo de guerra!
Los otros soldados miraban atónitos. Encogimientos de hombros, desconcierto.
—Capitán, tire la pistola al suelo.
—¡Esto es deserción, estáis locos!
—Tire la pistola o Farina abre fuego.
El oficial se quedó inmóvil, encañonada la sien, apretando los dientes con rabia. La rapidez de los pensamientos le embotaba la cabeza.
—Capitán, si tira la pistola le dejamos que se vaya.
El otro dijo siseando:
—Siempre he sabido que eras un comunista de mierda, Capponi. ¿Y qué te crees que estás haciendo? ¿Eh? Y vosotros, ¿qué coño hacéis ahí parados? ¿Queréis que os fusilen también?
Nadie respondió. Las miradas se cruzaron sin encontrar respuesta. Nada que sugiriera lo que había que hacer. Lo único que sabían era que, si desarmaban a sus compañeros, tendrían que fusilarlos junto con los otros.
La fila se rompió, todos quedaron algo separados entre sí, sin saber lo que pasaría.
Los hombres del paredón miraban la escena con ojos desorbitados.
—Tire la pistola.
El oficial apretaba las mandíbulas con tanta fuerza que no pudo decir nada más. Sacó el arma de la cartuchera y la dejó caer.
Capponi la recogió y se la metió por el cinturón.
—Puede irse. —Y dirigiéndose a los prisioneros—: Y también vosotros.
Hizo un gesto con la mano y estos, incrédulos, uno tras otro, echaron a correr hacia la montaña.
—Escuchadme bien todos. Quien quiera venir con nosotros, Farina, Piras y yo nos vamos con los rebeldes.
Vosotros haced lo que queráis, pero como ha dicho el capitán, si os pillan los nuestros lo mismo os fusilan por haberos quedado mirando. Y habéis hecho bien, porque matar a esta gente es de gentuza.
Los tres cogieron las mochilas y se las pusieron.
—Eh, un momento, Romagna, tú nos has metido en esto y tú tienes que sacarnos.

—No, romano. En esto nos ha metido el cavalier Benito Mussolini. Ahora que cada cual decida por su cuenta.
—Y nosotros, ¿adónde vamos?

Farina pasó a su lado con una caja de municiones que acababa de coger del camión en el que habían llegado:
—Venid con nosotros.
—¿Con esos bandidos? ¡Esos nos disparan!
Capponi sacudió la cabeza:
—No te preocupes, que no nos disparan. Vosotros seguidme.
—No te preocupes, dice. —Y echó a andar maldiciendo hacia el camión.
—¿Qué haces? ¿Te vas con ellos? —preguntó uno de los otros.
El romano se encogió de hombros:
—¿Yqué voy a hacer aquí? —dijo señalando al capitán—. De ese no me fío un pelo. Ese nos mete en el calabozo y hasta es capaz de fusilarnos. Además, a mí nunca me ha gustado.
Cogió la mochila:
—Si me viera mi mujer… Al infierno tú, tu padre y tu…

’54. Wu Ming

Q. Luther Blissett

«[…] Luché […] al lado de hombres que creían realmente que podían acabar con la injusticia y la maldad sobre la tierra. Éramos miles, éramos un ejército. Nuestra esperanza se hizo añicos de plano en Frankenhausen, el 15 de mayo de 1525. Ese día yo abandoné a un hombre a su destino, a las armas de los lansquenets. Me llevé su bolsa llena de cartas, nombres y esperanzas. Y la sospecha de haber sido traicionado, vendido a las fuerzas de los príncipes como un rebaño en el mercado». Todavía me cuesta pronunciar su nombre. «Ese hombre era Thomas Müntzer.»
No puedo verlo, pero siento su asombro, quizás la incredulidad de alguien que cree estar hablando con un fantasma.
Su voz es prácticamente un susurro. «¿Has luchado realmente con Thomas Müntzer?»
– Luther Blissett, Q

Viaje al fin de la noche. L-F. Céline.

A lo lejos, en la carretera, apenas visibles, había dos puntos negros, en medio, como nosotros, pero eran dos alemanes que llevaban más de un cuarto de hora disparando.
Él, nuestro coronel, tal vez supiera por qué disparaban aquellos dos; quizá los alemanes lo supieran también, pero yo, la verdad, no. Por más que me refrescaba la memoria, no recordaba haberles hecho nada a los alemanes. Siempre había sido muy amable y educado con ellos. Me los conocía un poco, a los alemanes; hasta había ido al colegio con ellos, de pequeño, cerca de Hannover. Había hablado su lengua. Entonces eran una masa de cretinitos chillones, de ojos pálidos y furtivos, como de lobos; íbamos juntos, después del colegio, a tocar a las chicas en los bosques cercanos, y también tirábamos con ballesta y pistola, que incluso nos comprábamos por cuatro marcos. Bebíamos cerveza azucarada. Pero de eso a que nos dispararan ahora a la barriga, sin venir siquiera a hablarnos primero, y justo en medio de la carretera, había un trecho y un abismo incluso. Demasiada diferencia.
En resumen, no había quién entendiera la guerra. Aquello no podía continuar.

Louis Ferdinand Céline. Viaje al fin de la noche.